viernes, enero 27, 2017

Las palabras y las cosas

La idea es de Wittgenstein
y el título de Foucault.
El dictamen es que entre las palabras y las cosas
no hay nada.
Yo le digo a los dos que se vayan a la puta madre que los parió.
Es porque ellos nunca se deleitaron
discutiendo cuatro horas
antes de fundir cada gramo de angustia
como un adicto cuece la heroína
sobre la cuchara.
La droga y la cuchara en este caso
son los cuerpos
(las cosas más irremediablemente enlazadas a las palabras
que puedan existir).
El fuego, ya sabemos.

Las palabras depositan
pesos vivos en los músculos
y cada movimiento busca loco
un significante.
La prueba:
tu gata tiene el nombre que le puse yo
y también tu voracidad,
que sin que vos lo sepas
busca el mío.

El problema es apostarle todo a la referencia,
olvidando que el placer en el lenguaje
es deliberadamente equívoco.
Digo
y no digo
Y en ese no decir
está el órgano que late de sentido.

Acabemos con el snobismo amable,
asco de la falsa modestia,
de sostener que las palabras
no tienen vínculo con la realidad.
Lo acepto, el signo no agota a la cosa.
Las cosas agotan a las cosas.
Pero quedemos en que el lenguaje es la estela de los cuerpos.
Es lo que queda cuando no estás
y como la cola de los cometas
es algo como para observar con telescopio.

Todavía más:
hablar es actuar.
Y cuando
vos y yo
coincidimos
en la noche terrible,
la locuacidad se vuelve un canto fescenio
que prepara lentamente nuestra carne
para el sacrificio.

¡Basta de iconoclastas!
Prefiero ser decapitado
antes de ser obligado a abjurar
del poder de nuestros ritos.
La voz sin sangre, es vanidad.
La sangre sin voz, es cadáver.
Y tu boca, el umbral perfecto.
Pecado de cursilería al que me lleva la dialéctica.
Si combatir a los posmos me vuelve dieciochesco,
aguante Hegel
y que se jodan las imposturas.