jueves, enero 31, 2013

Historia de dos viajeros

La amistad es esto:
Dos viajeros se cruzan
en el medio del desierto.
Quizás uno escapa del imperio
al que el otro viaja como peregrino.
En el medio de la nada se detienen
e intentan saludarse
en lenguas incomprensibles.
Uno de ellos
-no importa cuál-
saca una fruta
la parte en dos
y convida al otro.
Se miran a los ojos
y mastican en completo silencio.
Alternativamente miran cada horizonte.
Uno posa los ojos en el camino que dejó
el otro en su incierto destino.
Quien lo tenga
lanza el carozo al suelo
se sonríen
caminan
y nunca más se volverán a ver.

Hay un misterio que me obsesiona
en la frecuencia
con que los desconocidos se saludan
cuando no están en la ciudad.
Llevo kilómetros de caminata por la playa
-cuando empiezo a caminar por la playa
no puedo detenerme
camino siempre hacia el norte
y algo me hipnotiza
algo me llama
las ansias de ver
destrás del próximo espigón
o el vértigo de no volver jamás-
llevo kilómetros de caminata por la playa
cuando avisto a varios metros
a dos tipos que corren
en dirección contraria.
No puedo sacarles los ojos de encima
por la variación que ofrecen a la dulce monotonía
del oceáno rugiente y la humedad de la arena.
El primero,
un negro mota de casi dos metros,
me dice "hola".
"Buenas" contesto.
El de atrás, pelado,
levanta la cabeza
y devuelve el saludo.
Pienso que nunca más los voy a volver a ver.

A la noche me los encuentro en un bar.
Nos sentamos juntos
tomamos una birra.
Washington tiene una fábrica de soda
Luis es analista en sistemas.
Estoy convencido
desde hace un tiempo
de que si la gente tuviera siempre
una historia lista para contar
este sería un mundo
en el que yo viviría más cómodo.
Luis tiene una historia para contar.

Vivió dos años en un departamento
en Caballito.
Todas las tardes al volver
de su trabajo en microcentro
salía al balcón
a fumar un cigarrillo ritual
y mirar tranquilamente la ciudad
como un viejo hombre de mar
retirado
y apostado en un faro.
Pero este rito había mutado
en poco tiempo
por la espejada costumbre fumadora
de la vecina del departamento de enfrente.
Cada pitada de Luis
era una plegaria para que saliera ella también.
Durante dos años Luis vivió en ese balcón.
Asegura que jamás la vio en el supermercado
ni en la verdulería
ni el kiosko
ni en la farmacia.
Fueron diecinueve meses de contemplación silenciosa
hasta que ella se mudó.
Igual siguió siendo un fiel fumador de balcón,
incolumne sobre las mareas citadinas.
Pero una noche la encontró
como una aparición
en un after office.
Movido por fuerzas que desconoce
se sentó en su mesa
y confesó sus horas de vigilia.
Ella pensó que era un chiste al principio
pero al entender la seriedad en los ojos del otro
le dijo que nunca lo había visto.
 La tristeza de Luis, borracho,
habla de la ridiculez del deseo.
Nunca más la volvió a ver.

En el colegio había una chica
que se llamaba Edurne,
que solo por su nombre
merece estar en cualquier poema.
Todos los recreos
del invierno del 2003
los pasé tomando café dentro del curso
y mirando por la ventana
a esa chica pálida,
regordeta
de ojos celestísimos
y cabellos como hilos de oro.
Mi idiotez y la de Luis fue la misma:
querer llevar la palabra
ahí donde mandaban los ojos.
A fin de año en un baile,
embriagado de un coraje ajeno
me le acerqué
y le dije que era la persona más bella
que había visto
jamás,
que quería conocerla
que sería fantástico conocerla.
No había palabras
que esa chica pudiera decirme,
la incomodidad nos invadió rápidamente,
la formalidad prestó algunas de sus fórmulas
ella egresó
y jamás la volví a ver.

En algún lugar
dice Lacan
que ver
es ser visto.
Luis y yo sabemos cuánto se equivoco.

Dos rivales en una justa
se baten vistiendo los mismos colores:
mientras el silencio del pensamiento
nos hace presos de nosotros mismos,
la voz nos promete que su irrupción
hará que el mundo se arrodille a nuestros pies.
El deseo grita en las tribunas.
No sé si todo lo genuino es inesperado,
si la fuerza de lo real
reside esencialmente en su irrupción,
ni si la imaginación
parirá siempre ingenuidades.
Washington dijo
que está bien jugársela.



Epílogo:
vuelvo a Buenos Aires
vuelvo a mi casa
vuelvo a mi trabajo.
Busco a Edurne en Facebook.
No está.