viernes, julio 14, 2006

En El Puente (Die Bruck)

Estar a tres metros de mí, más que en mí.
Atender en la ausencia, faltarme, esperar en el discurso.
Soy otro que está sentado en una mesa en diagonal.
Porque, sin él saberlo, siempre fui eso que está diciendo.
Por eso no puedo evitar ir hasta las palabras que me corresponden.
Y estar más allá que acá y en ningún lado.
Mientras el té se enfría soy enunciado.
Hasta que se calla.

20-05-06
(un día en que la realidad se me escapó por 15 minutos, más o menos)

martes, julio 04, 2006

Trampa

Durante el apagón
(en el rescoldo)
escondí los huesos
que no
quería que encontrases.


04-07-06

domingo, julio 02, 2006

Ficción


Estaba con el florista. Al final había resultado una persona muy charlatana. Digo, alguien que inicia una conversación con la persona que esta meando en el mingitorio de al lado necesariamente es una persona charlatana. El señor de la galera, en cambio, fue una decepción. No había dicho una palabra, se limitaba a mascullar cosas inentendibles mientras jugaba al póquer y fumaba de una forma que sólo los camellos podrían imitar (si, años de publicidad nos convencieron de que los camellos fuman; a estas alturas es un hecho inapelable). El escenario es el mismo de siempre. Pero los minuciosos sabrán que no es el de siempre, sino el de las últimas veces; que se volvió el de siempre a la fuerza, por capricho del narrador. El narrador manifiesta que si escribe esto es por los demas, por los que están convencidos de que los camellos fuman; por los que no confiaban en poder charlar con el florista nunca, pero en cambio creían muy probable sostener grandes debates con el señor de la galera; por los que saben que el escenario no es el de siempre y por los que lo ignoran.

Bueno, pongámosle que se trata de un barcito no tan chico como todos piensan, de paredes negras y luces de neón verdes. Un lugar muy humedo, de mesas negras y de visibilidad mínima por tanto humo: una Londres de nicotina. Éste tiene entrepiso y escalera. Dato muy importante, digno de ser remarcado: mi bar tiene escalera. Ahora bien, nadie sube al entrepiso por orden municipal. No hay una cadena, no hay un agente del orden que impida el paso, no es gente respetuosa la que frecuenta el lugar: simplemente no suben. El señor de la galera fuma, el florista fuma. Las mujeres de alrededor del señor de la galera tambien fuman, pero Victoria Slims. Dos anónimos, un sacerdote y un gótico juegan al póquer con el señor de la galera. Gana uno de los anónimos, pero el señor de la galera es el único que fuma, sonríe y es festejado por las Victorias. El cura remilgón se juega la limosna del dia. El gótico viene bien, con cincuenta pesos adentro, pero igual se siente consternado porque se le corre el maquillaje. Sería un hipocrita si escribiese algo sobre los anónimos, en su momento no les di ninguna importancia.

En mi mesa, frente al señor de la galera, están sentados el mimo que conocí ese mismo día a la tarde, mi mejor amigo (C), el hombre que se agranda, el amigo del hombre que se agranda y el caballero del antifaz negro. Yo no aparezco porque al momento de la fotografía estoy meando junto al florista, en el mingitorio de la izquierda. Como se podra notar, igualmente, en este sector del tugurio hay demasiado olor a huevo. El amigo del hombre que se agranda está intranquilo por ello y no deja remarcarlo; exige reiteradas veces al hombre que se agranda que partan hacia otros rumbos. El hombre que se agranda se estira hacia arriba, piensa, baja la cabeza hacia su compañero, se desestira hacia abajo y pregunta, sin esperar respuesta, a dónde y a qué van a ir (en realidad él esta planeando, más adelante, cepillarse a una de las Victorias). C está ahí porque yo lo metí, así que se impacienta con mi descripción que se alarga mucho mientras estoy en el baño. Creo que lo conoce al amigo del hombre que se agranda pero se hace el boludo. El mimo va por el quinto vaso de cerveza y con su guante blanco dibuja el contorno del chop, absorbiendo el sudor de la rubia. Cada tanto le pega una mirada al caballero del antifaz negro que no se sabe bien en qué piensa, pero no deja de acariciarse la barbilla. Calculo que envidia el extraño atuendo del mimo y piensa que a él, con su antifaz negro, le quedaría mucho mejor.

El florista me empezó a hablar no me acuerdo bien de qué. No lo tengo claro, porque el hecho de que el florista me dirijiera la palabra a mí (sin saber todo lo que yo había conjeturado, comentado, debatido acerca de él), me produjo una embriaguez mental, de esas que tuercen la realidad treinta grados a la izquierda y tapan los oídos. Sé que me dijo que tenía setenta y ocho años y que había caminado trenta y cinco cuadras para llegar a mi bar de ficción. Pero señaló que antes había parado en otros bares menos abstractos que el mio y que quedaban en Lanus, Banfield, Lomas; bares que carecían de la ficción de este, pero donde los clientes compraban más flores... "sin ofender". Eso sí, no se tomaba tan buena cerveza. Yo, pasmado como estaba, sólo pude responder con los enunciados casuales más estúpidos que la civilización occidental haya establecido jamás; el florista fue comprensivo, se levantó la bragueta y volvió a su mesa (no, no se lavó las manos).

Yo recorrí con lentitud beoda todo lo que había desfilado delante de mis ojos aquella noche y creí imposible que algo pudiera empañarla, ni siquiera la mugre que estaba adherida al espejo de ese baño, ni la Londres de nicotina que flotaba afuera del wc. Si tan sólo hubiera podido invitar al florista a la mesa y hacerle un lugar entre C y yo. Preguntarle si alguna vez invitó a salir a alguna de las camareras de mi bar de ficción, tratar de averiguar donde vivía, a qué colegio había ido, cual era su enigmática marca de cigarrillos, si a lo mejor conoce a mi abuela (que en ese momento me daba cuenta, tienen la misma edad). Pero no, se me escapó el florista entre la nicotina británica que despedían las Victorias, humeantes detrás del hombre de la galera, quien perdía todas las manos pero seguía teniendo muchas fichas.

Volví a mi asiento para la gracia de C que estaba podrido del hombre que se agranda y del amigo del hombre que se agranda. Estos dos seguían discutiendo ridículamente su respectivas intenciones de quedarse y partir. Lo echaron a la suerte y salió siete en los dados, pero como no habían establecido reglas en esa absurda decisión de azar, los dos se adjudicaron la victoria y trataron de meternos en la rencilla:
Salió siete, vos lo viste.
Sí, por eso, gané yo.
Qué vas a ganar vos si el siete era mi número.
No, vos no dijiste nada, así que era el mio. Dale, vámonos de acá.
¿Irnos? ¿Vos no querías que nos quedemos?
Sí, por eso, nos quedamos.
No. Nos vamos, porque salió siete; vos lo viste!
Siete quiere decir que gané yo.
Vos lo viste, ¿no, C?
Si.
¿Que fue?
Un siete.
Ahí lo tenés, un siete, dale vamos.
No, no ves que dijo siete, nos quedamos.
Escéchame, ¿viste mi siete o su siete?
Era un siete.
Bah, justo a ese infeliz le preguntás.
A ver, ¿vos qué vistes?
Estoy casi seguro de haber visto el mismo siete que él.
¿Casi seguro?
Sí, casi seguro.
¿Y la duda va en favor de mi siete o del siete de él?
No, mi duda radica en que yo sólo sostengo tres verdades: el helado de frambuesa es el más rico, andar en ojotas no es tan comodo y el colectivo es sedante; todo lo demás no es seguro.
Mejor preguntémosle al mimo.

Pero el mimo estaba muy ocupado bebiendo whisky (lo habrá pedido cuando hablaba con el florista) y contemplando dolorosamente a las Victorias, cenidas al pecho del hombre de la galera. Solamente tras prolongada insistencia mostró los dedos de su mano derecha y el mayor e índice de la izquierda. El caballero del antifaz negro comparaba su maquillaje con el del gótico y se vanagloriaba internamente de llevar el suyo mucho más cuidado. No cedió a la presión de ser convertido en árbitro de la disputa.

Al fundirse lentamente la discusión en el ruido del ambiente, pude prestarle atención al eco de mis pensamientos y sentí cómo me susurraban una imbécil preocupación acerca de la longevidad. Una sinápsis vecina traía atados a la cadena asociativa una lonja de longevos lisonjeros; lisonjeros como el cura que arriesgaba poco y con mucha culpa, que se mordía salvajemente los labios y apretaba la cara cuando le venía una mala mano. Pero yo estaba alejado todavía de ese partido de poquer, que sólo percibía preconcientemente, puesto que toda mi atención se volcaba ahora en una serie de concatenaciones internas (semiosis diría, si no escribiera para los demás) que terminaban en un par de pétalos aplastados en el interior de un libro con mi dedicatoria.

Y me abrazaban las últimas llamas de ese recuerdo flamígero, cuando me tironeó a la realidad la mujer anacrónica que apareció coronada por la niebla de tabaco entre la mesa de póquer y la nuestra. No era muy alta, unos rizos deliciosos le cubrían el ojo derecho a medias. Llevaba puesta una remera marrón de mangas tres cuartos entallada y una larga pollera verde piedra. Pero lo que llamó mi atención, definitivamente, no fue su cara de la década del veinte entre el humo ni su cuerpo delgado pintado de ocre, sino sus medias amarillentas y sus zapatos de vieja. Venía como llamada por mi interpretante final.

El tiempo se detuvo (por lo tanto también el espacio) y ahí fue cuando supe que el cura era un cagón y que estaba jugando póquer porque le dijeron que no tenía huevos,
que el gótico estaba ahí porque no tenía nada mejor que hacer,
que el hombre de la galera no quería jugar cartas si no que estaba posando para una pintura que alguien debía estar pinceleando en esos momentos (a lo mejor yo, a lo mejor otro),
que los anónimos nunca me importaron por más plata que estuviesen sacando,
que mi amigo C siguió mis pensamientos desde afuera todo el tiempo que estuve callado,
que el hombre que se agranda y el amigo del hombre que se agranda se habían ido olvidando los dados,
que el mimo lloraba desconsoladamente hundido en sus propios brazos,
que el caballero del antifaz negro trataba de sacarle el gorro al mimo,
que el florista sonreía desde donde estuviera en aquel momento.

La mujer anacrónica me miraba con las pupilas bien abiertas.
La cortina de humo no se disipaba, las Victorias prendían un cigarrillo atrás del otro. Los dos nos quedamos paralizados. El hombre de la galera prendió un habano, las Victorias se le arrimaron más; una le acariciaba el pecho y encabritaba sus senos. El cura comenzó a llorar cuando el gótico ganó la mano. C trataba de consolar al mimo, ya sin gorro, porque el caballero del antifaz negro se lo había puesto y trataba de seducir a una Victoria. La mujer anacrónica rompió el trance, fue a la barra y pidió una copa de coñac. Mi mundo se torció treinta grados a la izquierda, se me taparon los oídos y rebotó de nuevo la realidad al ángulo llano de siempre; aunque mis oídos siguieron tapados.

El mimo se corrió toda la pintura llorando y C le alcanzó pañuelos negros. Me daba mucha lástima ver al mimo llorar, lo había conocido esa tarde, pero en verdad lo había llevado conmigo toda la vida. Por suerte C se encargaba. El caballero del antifaz negro con el gorro del mimo susurraba al oído de la Victoria palabras eyaculantes y la iba alejando del grupo. No podría asegurar si la besaba o si sólo le hablaba ya que mi atención se centraba en la nuca de la mujer anacrónica que bebía de a pequeños sorbos el coñac, cruzada de piernas sobre una banqueta pegada a la barra, con los zapatos de vieja colgando sensualmente de sus piernas amarillentas. Cada vez veía menos porque la nube de humo me irritaba los ojos y me afectaba el entendimiento; creí vislumbrar un camello inglés perdido en la bruma.

Las lágrimas del mimo llenaban lagunas de melancolía en la mesa a la vez que C le daba palmaditas en su espalda de tirantes cruzados. El partido de póquer parecía ponerse picante y el hombre de la galera daba largas pitadas a su habano. Las Victorias gemían o reían con el afán de exhaltar aún más el clima del juego. El caballero del antifaz negro con el gorro del mimo se había escondido junto a la Victoria detrás de la puerta corrediza para continuar su palabrerío sexual a oscuras. Los dados del hombre que se agranda y del amigo del hombre que se agranda caían de la mesa para perderse bajo los tobillos de la niebla narcótica. Y la mujer anacrónica me echaba una pícara mirada de soslayo a la vez que daba su último trago de coñac. Entonces, en el clímax de la opresión, vi como el florista del otro lado del bar me observaba, tratando de anticipar mis movimientos. Me paré de repente y tomé lo que quedaba del whisky del mimo. Me acerqué a la mujer anacrónica, la tomé del brazo y le pedí por favor que se acabara, que volvieran todos al cajón preferido de mi memoria asociativa. Con un gesto cínico dijo que no era el humo lo que me irritaba los ojos. La realidad se torció treinta grados a la derecha. Y ahí sí se esfumó Londres, el gorro del mimo, las fichas de póquer, el ambivalente siete, esos zapatos soñados y mis sueños etílicos de sábado por la madrugada.

11-10-05