miércoles, mayo 27, 2009

Llamados

-Necesito que me digas la verdad. No me sirve que te apegues a lo que te hacen decir. Necesito que me hables vos, que te olvides del colchón corporativo al que te dejas caer cada vez que te pregunto algo. ¡Contestame vos!
El hombre canoso y arrugado se tranquilizo y bajó la cabeza un segundo para largar un resoplido fuera del tubo. Del otro lado escuchó el sorbido de un moco hacia dentro de una nariz delgada y pequeña. Se extralimitó.
-Disculpame, no tenés la culpa.
-No, disculpame vos, -habló la mujer tratando de disimular la tensión de su laringe constreñida por el llanto que luchaba por ahogar.- Disculpame, te estuve tratando muy fríamente -ya no pudo evitarlo. Lloró.
-Está bien, te perdono, no te preocupes.. Relajate ¿dale? Que te van a ver así y van a hacerte cortar la llamada.
Escuchó un espasmo y más moqueos, la señorita dijo que esperara, que buscaba un pañuelo. Corrió automáticamente el teléfono de la boca. El tubo parecía una sanguijuela bicéfala succionando su oreja y su cuello. Miro el reloj. Cinco y cuarto. Faltaba para la hora de llegada. Escuchó la vibración de las fosas nasales de su alocutaria luchando por sacar de su interior la huella pegajosa de su angustia. Aquí y en otros lados la gripe y la tristeza son cómplices de un grave doble delito semiológico: el parecido de sus manifestaciones ha conducido a las especies a, no sólo considerar al resfrío como un estado desafortunado sino, ya más dolosamente, a aceptar sin reparos que la tristeza es una enfermedad. En términos fisiológicos, asimilamos que una de las funciones del sistema respiratorio es dar pena. La mujer con la que hablaba por teléfono desde hacía unos minutos utilizaba la profesión apelativa de sus secreciones nasales o quizás su organismo sólo consideraba a la culpa como un ataque bacteriológico más.
-¿Estás mejor?
-Sí, dale, sigamos.
-Escuchame bien porque es muy importante. Necesito que te concentres en lo que te voy a pedir. Tenés que seguir todas mis instrucciones. ¿Ok? – un tímido “sí” asediado por corrientes de aire nervioso le llegó al oído. Finalmente había conseguido atención pero los llantos eran más molestos de lo que hubiera preferido. No era el mejor escenario posible pero era lo que había.
“Está bien. Concentrate en no llorar, pero escuchame, escuchame atenta. Voy a contarte cosas, pero primero necesito que hagas algo… ¿Me escuchás?
-Sí, sí. Decime. –se le escuchó entre un espasmo.
-Necesito que marques estos números. ¿Ok?. Cinco… Cuatro… Nueve… Uno… Tres… -entre cada instrucción sonaban los números de la otra, que debía presionar en el teclado.

*

Un nene de dos años con el mentón reposado sobre el hombro de su madre lo escrutaba en silencio. Se llevó un dedo a la boca y le sonrío. La sonrisa le hizo recobrar la conciencia de habitar un cuerpo. Miró a los lados: esta vez despertó en un colectivo, acostado sobre la ventanilla de un asiento individual. Era de noche, sí, pero comprendía que se trataba de una casualidad. El nene sonreía intrigado y lo desafiaba con la mirada, exigiéndole una mueca o que devuelva la sonrisa. Miró por la ventanilla una avenida. Rivadavia. Un cartel, pestañeó. Primera Junta . En las esquinas hombres limpiaban las rejillas de hojas y basura mientras algunos vehículos esperaban el cambio del semáforo. Bastante gente, se dijo. En efecto, las puertas de los cafés parecían estar a punto de abrirse tanto para los que quisieran salir como para los que desearan entrar.
La madre del chico se levantó del asiento, el chico la siguió con la cooperación que sólo conocen los objetos, aún con la mirada clavada en él, que se la devolvía ahora como encantado. Sonó el timbre. El nene estiró la mano hacia su frente y emitió un sonido nasal rompiendo el intercambio de miradas. Se echó el pelo hacia adelante y sintió calor en el pecho. Al llevarse una mano al dolor notó que estaba sangrando. Nervioso, se apuró para bajar a los saltos antes de que el transporte arrancara. Respiró un segundo en la acera mientras se sostenía la herida.
-No me curaron, la concha de su hermana... – susurró.
Revisó los bolsillos de la campera de cuero que llevaba puesta. Documentos falsificados, una billetera con papeles, un dispositivo con los números en su orden primigenio, una aguja, una jeringa, un gorro de material sintético, ningún reactivo. Tampoco alimento. Confirmó lo que temía, era por tiempo esta vez. Apretó los dientes. Se dijo que ya lo había hecho antes. Podría de nuevo.
Se quedó duro unos segundos.

Before you sleep into unconsciousness
I’d like to have another kiss...

La canción salía de su campera. ¿En que bolsillo había guardado de nuevo el aparato?

Another flashing--

Apretó un botón. Cambio la voz.
-En el fondo de la billetera, adelante del dinero. –dijo alguien secamente que se esfumó sin contar con su sorpresa.
Guardó el aparato en el bolsillo de su pecho, del lado derecho, quizás queriendo protegerse. Agarró la billetera y buscó donde le dijeron. Sacó dos cuadraditos de papel doblado. Abrió el primero. El pulso de su cuello se aceleró y sintió una puntada cerca del lugar de la herida, testimonio de que la lesión que le causaron había complicado un nervio. En sus manos tenía una foto de espaldas del bebé del colectivo, sin dudas: misma ropa, misma postura, aunque desde el ángulo inverso. Ángulo que bastaba para dejar ver el rostro de la madre que lo cargaba. La madre que tocó el timbre y él ahora intentaba adivinar si se había ido para el este o para el oeste, si sería informante o víctima.

*

-Lo inusitado de los mundos posibles es que uno difiere del otro en menos de lo que estaríamos tentados a suponer. No es que descrea que un ente pudo alguna vez imaginarlos todos y configurar una geografía de lo posible mucho más amplia de lo que me vi forzado a recorrer. Mucho menos tengo evidencia. No, sería incorrecto pensar así. Evidentemente hay más de lo que percibí, hay mucho más. Pensar en la mediocridad del creador de un multiverso semejante sería quitarle crédito a un trabajo que es imposible para mí o para cualquier hombre. Lo que le censuro a ese ser hipotético es el orden. El orden tedioso que hace miserable nuestro recorrido. Me explico: como ya te dije la contingencia no es extensiva, pero sí incuestionablemente intensiva. Esto no quiere decir que todos los sucesos de un mundo, éste por caso, pueden no haber sido (como indicaría una tesis radical y errónea y sobretodo radicalmente errónea) No, lo que quiere decir es que, aquellos que podrían no haber sido, podrían no haber sido de infinitas formas. El detalle de estas infinitas formas es ridículo, no te quepa la menor duda que ridículo es el componente favorito de quien haya urdido este sistema. Estuve en mundos que se diferenciaban sólo por el color de una baldosa… No. No exagero. Estás cayendo en la falacia que me refugió por mucho tiempo en la ignorancia. Te explico. El hecho de que se trate de mundos posibles no los convierte inmediatamente en mundos completos. Esos mundos no existen más allá de mi percepción. Mejor dicho, de la percepción que me permitieron. Por eso te digo que no es extensivamente contingente, existen cosas que necesariamente no son, que no podrían ser: aquellas que yo no percibí jamás. Así también existen entidades necesarias. Fatalmente: yo.
“Como te decía, este punto no es el que me irrita. No me parece escandalosamente inapropiado tal nivel de detalle. Lo que me aterra y me desespera es que quien haya dispuesto mi travesía me haya condenado a visitar todos esos mundos jerárquicamente. De uno a otro, por la mínima diferencia. Exacto. El color de una baldosa. El número de un boleto. La duración de una vocal. Como imaginarás recorrí infinitos mundos para llegar a este teléfono. De hecho esta no es la primera vez que hablamos. Pero no soy un esclavo absoluto de la voluntad de los detalles. De hecho esta combinación de acciones es la primera que me permite llegar hasta este punto. Y si no me equivoco va a ser la última.

*

Comunicados posteriores le dieron la pista para encontrar el reactivo entre la basura de un puesto del parque. Tenía la jeringa cargada, con la aguja puesta pero tapada por el cartucho protector. Llevaba la gorra puesta y avanzaba por el método habitual: olfateando rápido, nervioso, dejando que la adrenalina le dijera a donde ir. No le quedaba mucho tiempo. Aunque ya estaba seguro de poder descartar la posibilidad de cuerpos extraños y hostilidades infundadas los nervios no desaparecían. Era mejor. Aunque en realidad esta parecía ser una misión sin demasiadas complicaciones… el lugar era el más parecido al original en años, y si la madre era la víctima, a menos que derrumbara todo lo asumido, no había posibilidad de fallo. Ya tenía los materiales (la jeringa cargada con el reactivo) y el número (45431002, imposible olvidarlo). Sólo tenía que concentrarse en la persecución. Dobló en una esquina impredecible, empujando a un caminante incauto. El hombre le gritó y él no llegó a darse vuelta cuando la vio entrando a un edificio. Victima o informante, alzando a su sucesor, en la vereda de enfrente.

*

-No te preocupes, ya estamos terminando. Las órdenes no me llegaron todavía porque me adelanté, pero tengo todo listo. No sé si hay otros, pero te aseguro que si los hay yo soy el mejor competidor. Lo sé porque nunca violé las reglas. Solamente aprendí a utilizarlas. Escapar como una rata, ir hacia el objetivo en línea recta, desesperadamente… no se puede sobrevivir mucho tiempo así. Al principio las misiones parecen absurdas, pero te aseguro que hay un tablero. Lo que pasa es que el ser que lo diseñó es perfecto e irracional, tenés que excusarlo. A lo largo de la travesía me pregunté muchas cosas. Al principio eran cuestiones que aún hoy no puedo dejar de juzgar comprensibles, yo era un hombre. “¿Seré yo solo?”, me preguntaba. “Si es así, ¿por qué me tocó a mí?”. Pasé bastante tiempo con esa duda inicial que hace tiempo perdió importancia, pero a diferencia de otras que he conseguido contestarme (con verdades o falsedades) todavía la recuerdo. Luego quise saber si yo existía en cada mundo y me reemplazaba a mí mismo cada vez que cambiaba, anecdótico sin dudas, pero supe que no era así. Francamente tarde muchísimo en darme cuenta de lo obvio, yo de hecho existía sucesivamente en cada mundo, no era necesario reemplazarme. El problema es que por mucho tiempo consideré que me correspondía un punto de partida. Voy a serte sincero porque confío en que te va a servir: por mucho tiempo pretendí que había olvidado mi origen, pero siempre supe que no existía tal cosa. Ese engaño fue inútil y no me ayudó en nada. Aunque probablemente en ese momento empecé a dominar las reglas del juego y gracias a eso llegué a la pregunta que me obsesiona ahora: “¿Por qué carajo soy tan bueno en esto?”.

*

Mientras la cría llora y patalea en el suelo junto a unas bolsas de consorcio llenas de artículos de limpieza, se activa el instinto operativo de nuestro enviado. La sostiene del cuello con fuerza no letal y saca la jeringa de antemano preparada del bolsillo grande interior de su campera. La mujer abre los ojos aterrada e intenta escabullirse golpeando en la cabeza a nuestro hombre, al que se le cae el gorro que lleva puesto y la jeringa de la mano, mientras se toma el pecho. La mujer se desase del agresor e intenta levantar al chico, pero antes de que pueda siquiera tocarlo siente un rayo atravesar su espina dorsal. Cae vencida al piso y se da cuenta de que no puede mover sus extremidades. Con los dientes pegados a la baldosa intenta gritar pero no logra emitir sonido alguno. Entre sollozos observa el gesto anodino de su hijo que contempla sobre ella al hombre que la somete. Parece distraído y calmado. Siente un pinchazo en el cuello. Un líquido entra, acaricia su bulbo raquídeo y se abre paso al cuerpo calloso. ¿Será violada? ¿Su hijo lo verá todo? Sabemos que no. El sujeto de la campera de cuero la voltea y estando ella boca arriba observa los ojos de su victimario. Como era esperable el gesto se le abrió aún más. Antes de que pudiera intentar nuevamente liberar un grito se desvaneció. Otro despertó en su cuerpo.

*

-Lo peor de todo es reconocerse. Cambian los universos, aunque sea por una puta baldosa, pero uno sigue siendo el mismo pedazo de mierda servicial e indiferente.

*

-El número –pareció decir jadeando la criatura en la madre.
-Informante… –masculló- la puta que te parió.
-El número…
-¡Decime, mierda!
-Tiene que hacer que el chico lo escriba en la máquina… Después… - Sacó del piloto de la madre un cuchillo y se lo alcanzó. Era mejor que un revólver sin balas. El informante dio un grito de dolor y desapareció. Se rindió rápidamente, de dónde vendría... Dejó el cuerpo tirado y levantó la cabeza. El niño seguía en la misma posición, con la misma cándida mirada. Le sonrió. La criatura se mantuvo idéntica.
Repentinamente un dolor quebró sus piernas, cayo al suelo, junto al chico. Se esforzó en respirar. Abrió sus brazos, aleteó en el suelo. El dolor se mantenía, supo que tenía poco tiempo. Mejor usarlo bien. “Bebé, si tuviera gel de control ya te estaría haciendo ingresar el código con las orejas…” se dijo a sí mismo. Lamentaba no contar con el equipo adecuado. Sacó el aparato del bolsillo derecho. Se lo extendió al infante silencioso.
-Esto es un juego. Vas a tener que hacerlo bien en serio. -hizo fuerza para decirlo en voz alta, aunque bastara con la intención – Cuatro, cinco, cuatro… tres… uno… cero… cero…
El pequeño lo miraba maravillado y abandonado.

*

-Si las piezas se resignan a moverse siempre en las mismas direcciones no pasa mucho tiempo hasta que otra las cruza y desaparecen. Al final siempre quedan pocas. El secreto es llegar antes al lugar del final y quedarse quieto, esperando. Quizás esa pieza se mantenga incolumne tanto tiempo que al final sea más trascendente que el propio jugador. Quizás pueda formar parte del tablero. A lo mejor… -resopló, miró el reloj, ocho menos cuarto. Sacó de su bolsillo una aguja.
”Querida, necesito que aprietes cero-cero-dos.
Sonó el discado. Le siguieron unos segundos de silencio solitario hasta que la puerta se abrió. Las uñas pintadas soltaron el tubo que se quedó colgado en su muslo izquierdo, como una sanguijuela embozada que refrescase sus entrañas con un nuevo huésped. Un hombre con un ojo en la frente, vistiendo campera de cuero y empapado de sangre hasta las rodillas, empuñaba su cuchillo hacia ella. Ambos quedaron paralizados un instante por el desconcierto. El rostro tríclope estaba absorto, soltó el puñal y buscaba en sus ropas.
-No puede ser. Si los números estaban bien…
En sus manos apretó la fotografía de un hombre canoso, arrugado, inmóvil, eterno.



16-05-09
texto leído en medias y sombreros #4

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