Era uno de esos teóricos somnolientos
de la primera mitad del año
cuando todavía hace calor
y sólo dibujás en el cuaderno
o fichás compañeras.
Bocetaba el rodete
de la que tenía sentada enfrente;
le copiaba sin pudor
las curvas de los hombros.
Había vuelto a la facu
después de un cuatri afuera
y todo parecía igual
hasta que entraron los militantes enmascarados.
“Buenas tardes compañeros,
disculpen, los interrumpimos
es un segundo nada más,
somos de La Vengadora en Filo.”
dijo un pibe que llevaba una remera
con una estrella
y una máscara de Batman
a la que le habían cortado las orejas.
Entró con él una chica con un antifaz
y un pañuelo sobre la nariz
que empezó a repartir volantes.
Mis compañeros estaban impasibles,
se los veía más molestos que sorprendidos,
resoplaban, miraban sus apuntes, anotaban algo.
La profesora los había dejado pasar,
simplemente pidió que fueran breves.
Nadie se estaba riendo.
El chico gesticulaba y vociferaba,
se notaba su experiencia en pasadas;
pero apenas escuché lo que comentó,
tan aturdido estuve esos minutos.
Creo que le escuché decir
“Puan merece ser salvada”
para cerrar su discurso.
Le pedí a un amigo
de los que se la pasan en el patio
que me contara todo lo que supiera
sobre la agrupación.
Unos decían que la pelotudez
empezó por imitar la genki dama
de los estudiantes chilenos,
pero según mi amigo el disparador
fue taparse la cara en una manifestación
para cubrirse de los gases de la represión
y para esconderse de los servicios de inteligencia.
“Un día uno de estos tipos,
uno medio loco, un boludito,
vino con la máscara a la facu
y empezó a pegar carteles”
-me contó mi amigo.
“Al principio pensamos que era un podri
o alguien trolleando a las agrupaciones,
pero de repente eran seis o siete,
no se sabe si del PO, si de la Mella,
si independientes”.
Mi amigo hablaba
con aires de confidencialidad,
yo le pregunté qué hacían
estos pibes en la facultad.
“Algunos los consideraban un chiste
-me explico mi amigo-
hasta su gran golpe:
se infiltraron en una reunión del decanato,
una rosca con una guita,
y filmaron la camarilla.
Subieron todo a Youtube
¿en serio no sabías?”.
Eran héroes, supuse.
Pero algo no cerraba.
A las semanas entendí todo:
las agrupaciones los odiaban
por banalizar la lucha
las autoridades los odiaban
por ser sus archienemigos
los profesores los odiaban
por niñatos y ruidosos
los estudiantes los odiaban
fastidiados
e incluso por ser también víctimas:
parece que una vez
habían entrado a un curso
y marcado a una piba
que había dejado al novio
por el mejor amigo;
así de amplia
se volvió su idea de la justicia.
Estudiando juntos
un compañero militante cuestionó
su propia existencia como agrupación:
sin duda eran combativos,
participaban de la Asamblea
y de las comisiones de base,
pero a elecciones no querían presentarse
ni nadie sabía bien cómo unírseles.
Le confesé mi desconocimiento
sobre esas instancias
pero le pregunté
si le parecía que usarían fuerza letal
o eran tipo Batman.
Me contestó:
“¿Vos sos pelotudo?
Tan locos no están.”
“¿Pero si pintan los fierros?”
le retruqué.
“¿Cómo en los setenta?”
se quedó pensando
y riéndose me dijo
que capaz
capaz serían de los primeros.
Finalmente yo también me acostumbré
a su presencia en la facultad,
me volví otro testigo desapasionado
de su locura grandilocuente.
Cursé un práctico con un pibe
que físicamente era igual a la Llama,
uno que usaba un gorro coya
y unos anteojos de sol para cubrirse.
Sin embargo nunca se lo insinué,
más por embole
que por respeto.
Meses después fui a una asamblea
a votar en contra de una toma.
Llegué tarde porque
cualquiera que haya ido a alguna
sabe que se vota a cualquier hora.
Cuando entré al aula
era orador el que llamaban
Compañero oscuro:
en el estrado se lucía
su cara transpirada
detrás del pasamontañas,
su capa azabache flameando,
los guantes de cuero duro
apretando el micrófono.
Lo abucheaban.
Casi no le quedaba voz,
abajo sus compañeros superhéroes
callaban con el rostro duro
y los brazos cruzados.
El salón ardía en insultos
y cantos:
Den la cara
den la cara
nos cansamos
de tanta payasada.
Tras unos segundos sin que lo dejaran
retomar la palabra
el Compañero oscuro
dejó el micrófono en la mesa
y resoplando bajó,
hizo un gesto a sus amigos
y todos se retiraron,
despedidos por los chiflidos.
No sé bien por qué los seguí,
asumí que iban a algún lugar a comer
o que mínimo se juntarían
a discutir en la esquina,
pero se fueron separando.
Cada uno se marchó por su lado,
hasta que me di cuenta
de que estaba persiguiendo
únicamente
al Batman sin orejas.
Entendí que no sabía lo que hacía,
estaba por regresar
cuando el enmascarado
se detuvo repentinamente,
volteó y me miró fijo.
Se acercó y me dijo:
“Esto nunca fue un juego para nosotros.
El mundo siempre nos da razones
para creer en los superhéroes”.
Con la voz quebradiza le pregunté
si ya nunca los íbamos a ver.
Siempre sosteniendo la mirada
contestó:
Siempre sosteniendo la mirada
contestó:
“Capaz que a nosotros no”
y me dio un papel,
uno de sus volantes,
pero que tenía escrito atrás,
en tinta roja,
una dirección.
Cuando levanté la vista
había desaparecido en la noche.
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