A un
arquero le podés mentir con la cabeza, pero nunca con los pies. Es
natural que cualquier arquero sepa leer rostros: el que le pega
fuerte al medio demuestra el miedo, el que se relame desde que vio
salir el pase te la va a picar, el que baja la frente la manda por
abajo, al que se le agrandan las pupilas prepara el amague. Hay caras
que son de manual, pero hay otras que son hojas en blanco. Los que te
dejan clavado abajo de los tres palos sin saber qué hacer son los
tipos que no tienen nada en la mirada, los que tienen estampado en el
rostro un carácter vacío de intenciones. Por eso los buenos
definidores saben poner cara de póquer. Pero nadie puede mentirte
con los pies.
Somos tipos raros los arqueros, lo dicen todos y tienen razón. El
central, el marcador de punta, el enganche, el extremo, todos juegan
con la pelota. El arquero juega contra la pelota. La práctica
del guardameta nunca es accionar, siempre es reaccionar; nunca
descansar, siempre desconfiar. Es una paranoia. Cuando era chico no
tenía tan en claro todo esto en la cabeza pero sí lo sabía en el
cuerpo. Las primeras que aprendieron a estar atentas fueron mis
manos: cuando mi viejo me daba plata para que le vaya a comprar
puchos no ponía las monedas en el bolsillo, las llevaba hasta al
kiosko apretadas en la palma todo el camino. De más grande las
manos me empezaron a desconfiar hasta de ellas mismas: si se me caía
algo de la derecha, ya estaba la izquierda lista para cazarlo antes
de que toque el suelo. Por eso cuando me fui a probar al campito de
Banfield todos estaban seguros de que iba a quedar. Pero ahí me
vacunaron con la cara de póquer. No me llegaron mucho pero había
sacado un par. Reflejos tenía. Me lucí en un mano a mano contra un
negro mota alto que no sé de dónde habría salido, y hasta había
estado preciso en el pelotazo largo. Pero sobre el final me mandé un
cagadón. La pelota la traía el carrilero derecho que sacó aire de
donde no había, con el calor que hacía, y se le escapó a mi
marcador de punta, un rústico que había hecho la primaria con mi
primo. Cuando alzó la pierna lo vi levantar la cabeza y relojear al
9 que estaba llegando al punto del penal, le vi la pupila arrinconada
contra el lagrimal, le sentí hasta la fuerza del centro, y enfilé
para anticipar al delantero que entraba solo. Pero me acostó, ni
bien piqué al borde del área el muy zorro abrió el botín y me la
mandó a guardar despacito al arco mientras yo la miraba con el
cuello torcido. Un error de amateur. Le miré la cara y no los pies.
Después de esa me morí. Algunos me hinchaban con que me vuelva a
probar pero yo estaba muerto, ya no sabía cómo sospechar. Al tiempo
empecé a laburar, las manos se me pusieron torpes con los años y
los callos, me volví un arquero ocasional de fútbol 5.
Por eso no sabía qué decir cuando me vinieron a buscar para jugar
el torneo de Los Pinos. Hacía 25 años que de arquero solamente me
quedaba lo loco pero todavía alguno se acordaba de mis épocas de
gloria. La fama en el barrio es así. Vinieron unos pibes, la mayoría
hijos o sobrinos de los tucumanos de la casa tomada, me tocaron el
timbre y me dijeron que se les había lesionado el Colorado, un chico
de reflejos más bien pobres pero muy largo y ágil, y que en dos
semanas arrancaba la copa de Los Pinos y que este año estaban bien
para ganar y no se lo querían perder. “Me dijo mi viejo que usted
es bueno”, me dijo Yoni, uno de los muchachos que no conocía, “que
hizo inferiores en Temperley pero no siguió porque tuvo que salir a
trabajar”. No lo desmentí. Pero si acepté no fue por honrar esa
fama sino porque entre los chicos estaba uno que le decían el
Indiecito, un pibito de 15 o 16 que había visto jugar en la canchita
del club y me había deslumbrado. Era flaquito, no hablaba nunca,
miraba siempre al suelo, tenía todo en los pies. No sabía ni cómo
se llamaba ni hijo de quién era pero de verlo jugar sentía que lo
conocía, y no solo eso, lo quería. Lo pensaba como si fuera mi
ahijado, aunque capaz era más parecido a las viejas que se encariñan
con un actorcito de novela.
El campeonato fue fatal. Los Pinos es un potrero lindísimo que está
en Carabobo y Tarija, para el lado del barrio de los gitanos. Desde
que yo era chico se hacían torneos ahí para el piberío, pero desde
hacía algunos años la mano se había puesto pesada. Un hijo de
puta, de esos que sobran en el barrio, había visto el negocio y los
había empezado a organizar por plata. Era un tano que tenía un
desarmadero de camiones, mala gente. Siempre tenía un equipo de los
suyos, hijos de los mecánicos o matoncitos que iba juntando. Contra
ellos jugamos la final.
Yo estaba teniendo un torneo estupendo y el Indiecito se lució en
todas. Para las últimas fechas la gente nos iba a ver desde San
José. En la final no sé cuántas personas había a los costados de
la cancha, los traté de contar pero me perdí. Llegamos a la cancha
temprano con los nuestros, tomamos los últimos mates y cuando
empezamos a calentar sentimos el ruido de los caballos: llegaba el
equipo del tano. Adelante de todo, en un moro robusto, Amadeo García,
el 10 de ellos, con el bolsito colgando de la montura y el bulto de
un revolver en la panza. Eran bravos y nadie los quería porque
cuando había malaria robaban coches del barrio.
El partido fue áspero, nos medimos todo el primer tiempo y la mitad
del segundo, nadie se quería mandar una cagada. Sobre el final ellos
se soltaron un poco y yo saqué dos tremendas pelotas: una volada
bárbara al palo izquierdo y otra que se me metía a contrapie que
sentí sacar con el dedo chiquito. Yo sabía que algo íbamos a ligar
y en la última se fue solo el Indiecito, enganchó para acá,
enganchó para allá, se la dio al Yoni, que le devolvió la pared, y
de primera la puso cruzada. ¡Cómo lo gritamos! Saltamos para todos
lados, nos quedamos sin voz. Cuando lo vimos al arbitro que señalaba
al lainman con la bandera levantada no lo podíamos creer. ¡Cómo
nos cagaron! Le salimos todos al humo, yo me corrí hasta la otra
punta de la cancha para verle la cara al mentiroso. El Indiecito no
decía nada y esperaba a que se termine el quilombo con cara de culo.
El Yoni estaba echo una fiera, de calentón lo echaron. Quedamos sin
su pegada para los penales.
Primero pateó el hijo del chapista, Don José, le vi el empeine
apuntando abajo al palo derecho y tiré con todo pero no llegué. Me
puteé por estar tan hecho mierda.
Pateó el Indiecito: caminó, quebró la cintura, despacio, con
clase, adentro.
Vino el pibe que habían rajado de la panadería por meter mano en la
caja, me tiró fuerte al medio y se la saqué. Era de manual.
Le tocaba a nuestro Rafa: bien puesto, fuerte, al palo y arriba.
Inatajable.
Puso la pelota en el punto el paraguayo que no robaba. Ni me moví
porque sabía que la mandaba a la mierda. Y la mandó a la mierda
nomás.
Fue el Pelado, confiado, aguerrido, otro que siempre por arriba del
travesaño. Le puso toda la fuerza pero esta vez entró entre los
tres palos.
3-1 arriba. No sé cuánto de lo que me gritaban cuando volvía al
arco era aliento y cuánto era puteada. Le tocaba a Amadeo. Era ésta.
La revancha. El malandra me mantenía la vista para hipnotizarme, el
árbitro no pitaba más. Tuve que cerrar un segundo los ojos y
concentrarme para clavarme en los botines fluorescentes que tenía.
Sonó el silbato y empezó la carrera. Lo vi. Iba al palo derecho y
yo llegaba. Lo vi. Y a está sí que llegaba. Pero antes de que toque
la pelota se nos vino un malón de gente encima. Tipos grandes,
pibes, jugadores del banco, minas. No había tenido tiempo de
preguntarme qué carajo estaba pasando y ya estaba tirando la segunda
trompada, una batahola, un mar de gente dándose duro y parejo, en
montoncitos desperdigados por el potrero que iban y venían con
patadas voladoras y revoleadas de cuerpos. Me mandé al medio donde
estaban los chicos, veía las camisetas naranjas y azules moverse
como torbellinos entre los colores borrosos de otras camperas y buzos
menos definidos. Me le iba a ir encima al hijo de Don José cuando lo
vi al Indiecito, metiendo codos y tratando de gambetear trompadas. Y
mirá lo que serán las mañas del arquero que lo sentí al Amadeo
trayendo el bulto desde el bolsito que había dejado en el banco, le
adiviné, venía caminando rápido y de puntitas, con mala intención.
Iba al Indiecito, derecho viejo, y el Indio que es más bueno no se
daba cuenta de nada. Pero yo sí lo vi, y cuando leo la jugada qué
voy a hacer, antes de que suene el estallido, todo el peso del cuerpo
para hacerme largo, los brazos extendidos, el pecho abierto y me
tiré.
La atajé, querido, era una final y la atajé.
Publicado en De Cocco #1
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