domingo, noviembre 06, 2016

Consagración de un arquero


A un arquero le podés mentir con la cabeza, pero nunca con los pies. Es natural que cualquier arquero sepa leer rostros: el que le pega fuerte al medio demuestra el miedo, el que se relame desde que vio salir el pase te la va a picar, el que baja la frente la manda por abajo, al que se le agrandan las pupilas prepara el amague. Hay caras que son de manual, pero hay otras que son hojas en blanco. Los que te dejan clavado abajo de los tres palos sin saber qué hacer son los tipos que no tienen nada en la mirada, los que tienen estampado en el rostro un carácter vacío de intenciones. Por eso los buenos definidores saben poner cara de póquer. Pero nadie puede mentirte con los pies.
Somos tipos raros los arqueros, lo dicen todos y tienen razón. El central, el marcador de punta, el enganche, el extremo, todos juegan con la pelota. El arquero juega contra la pelota. La práctica del guardameta nunca es accionar, siempre es reaccionar; nunca descansar, siempre desconfiar. Es una paranoia. Cuando era chico no tenía tan en claro todo esto en la cabeza pero sí lo sabía en el cuerpo. Las primeras que aprendieron a estar atentas fueron mis manos: cuando mi viejo me daba plata para que le vaya a comprar puchos no ponía las monedas en el bolsillo, las llevaba hasta al kiosko apretadas en la palma todo el camino. De más grande las manos me empezaron a desconfiar hasta de ellas mismas: si se me caía algo de la derecha, ya estaba la izquierda lista para cazarlo antes de que toque el suelo. Por eso cuando me fui a probar al campito de Banfield todos estaban seguros de que iba a quedar. Pero ahí me vacunaron con la cara de póquer. No me llegaron mucho pero había sacado un par. Reflejos tenía. Me lucí en un mano a mano contra un negro mota alto que no sé de dónde habría salido, y hasta había estado preciso en el pelotazo largo. Pero sobre el final me mandé un cagadón. La pelota la traía el carrilero derecho que sacó aire de donde no había, con el calor que hacía, y se le escapó a mi marcador de punta, un rústico que había hecho la primaria con mi primo. Cuando alzó la pierna lo vi levantar la cabeza y relojear al 9 que estaba llegando al punto del penal, le vi la pupila arrinconada contra el lagrimal, le sentí hasta la fuerza del centro, y enfilé para anticipar al delantero que entraba solo. Pero me acostó, ni bien piqué al borde del área el muy zorro abrió el botín y me la mandó a guardar despacito al arco mientras yo la miraba con el cuello torcido. Un error de amateur. Le miré la cara y no los pies.
Después de esa me morí. Algunos me hinchaban con que me vuelva a probar pero yo estaba muerto, ya no sabía cómo sospechar. Al tiempo empecé a laburar, las manos se me pusieron torpes con los años y los callos, me volví un arquero ocasional de fútbol 5.
Por eso no sabía qué decir cuando me vinieron a buscar para jugar el torneo de Los Pinos. Hacía 25 años que de arquero solamente me quedaba lo loco pero todavía alguno se acordaba de mis épocas de gloria. La fama en el barrio es así. Vinieron unos pibes, la mayoría hijos o sobrinos de los tucumanos de la casa tomada, me tocaron el timbre y me dijeron que se les había lesionado el Colorado, un chico de reflejos más bien pobres pero muy largo y ágil, y que en dos semanas arrancaba la copa de Los Pinos y que este año estaban bien para ganar y no se lo querían perder. “Me dijo mi viejo que usted es bueno”, me dijo Yoni, uno de los muchachos que no conocía, “que hizo inferiores en Temperley pero no siguió porque tuvo que salir a trabajar”. No lo desmentí. Pero si acepté no fue por honrar esa fama sino porque entre los chicos estaba uno que le decían el Indiecito, un pibito de 15 o 16 que había visto jugar en la canchita del club y me había deslumbrado. Era flaquito, no hablaba nunca, miraba siempre al suelo, tenía todo en los pies. No sabía ni cómo se llamaba ni hijo de quién era pero de verlo jugar sentía que lo conocía, y no solo eso, lo quería. Lo pensaba como si fuera mi ahijado, aunque capaz era más parecido a las viejas que se encariñan con un actorcito de novela.
El campeonato fue fatal. Los Pinos es un potrero lindísimo que está en Carabobo y Tarija, para el lado del barrio de los gitanos. Desde que yo era chico se hacían torneos ahí para el piberío, pero desde hacía algunos años la mano se había puesto pesada. Un hijo de puta, de esos que sobran en el barrio, había visto el negocio y los había empezado a organizar por plata. Era un tano que tenía un desarmadero de camiones, mala gente. Siempre tenía un equipo de los suyos, hijos de los mecánicos o matoncitos que iba juntando. Contra ellos jugamos la final.
Yo estaba teniendo un torneo estupendo y el Indiecito se lució en todas. Para las últimas fechas la gente nos iba a ver desde San José. En la final no sé cuántas personas había a los costados de la cancha, los traté de contar pero me perdí. Llegamos a la cancha temprano con los nuestros, tomamos los últimos mates y cuando empezamos a calentar sentimos el ruido de los caballos: llegaba el equipo del tano. Adelante de todo, en un moro robusto, Amadeo García, el 10 de ellos, con el bolsito colgando de la montura y el bulto de un revolver en la panza. Eran bravos y nadie los quería porque cuando había malaria robaban coches del barrio.
El partido fue áspero, nos medimos todo el primer tiempo y la mitad del segundo, nadie se quería mandar una cagada. Sobre el final ellos se soltaron un poco y yo saqué dos tremendas pelotas: una volada bárbara al palo izquierdo y otra que se me metía a contrapie que sentí sacar con el dedo chiquito. Yo sabía que algo íbamos a ligar y en la última se fue solo el Indiecito, enganchó para acá, enganchó para allá, se la dio al Yoni, que le devolvió la pared, y de primera la puso cruzada. ¡Cómo lo gritamos! Saltamos para todos lados, nos quedamos sin voz. Cuando lo vimos al arbitro que señalaba al lainman con la bandera levantada no lo podíamos creer. ¡Cómo nos cagaron! Le salimos todos al humo, yo me corrí hasta la otra punta de la cancha para verle la cara al mentiroso. El Indiecito no decía nada y esperaba a que se termine el quilombo con cara de culo. El Yoni estaba echo una fiera, de calentón lo echaron. Quedamos sin su pegada para los penales.
Primero pateó el hijo del chapista, Don José, le vi el empeine apuntando abajo al palo derecho y tiré con todo pero no llegué. Me puteé por estar tan hecho mierda.
Pateó el Indiecito: caminó, quebró la cintura, despacio, con clase, adentro.
Vino el pibe que habían rajado de la panadería por meter mano en la caja, me tiró fuerte al medio y se la saqué. Era de manual.
Le tocaba a nuestro Rafa: bien puesto, fuerte, al palo y arriba. Inatajable.
Puso la pelota en el punto el paraguayo que no robaba. Ni me moví porque sabía que la mandaba a la mierda. Y la mandó a la mierda nomás.
Fue el Pelado, confiado, aguerrido, otro que siempre por arriba del travesaño. Le puso toda la fuerza pero esta vez entró entre los tres palos.
3-1 arriba. No sé cuánto de lo que me gritaban cuando volvía al arco era aliento y cuánto era puteada. Le tocaba a Amadeo. Era ésta. La revancha. El malandra me mantenía la vista para hipnotizarme, el árbitro no pitaba más. Tuve que cerrar un segundo los ojos y concentrarme para clavarme en los botines fluorescentes que tenía. Sonó el silbato y empezó la carrera. Lo vi. Iba al palo derecho y yo llegaba. Lo vi. Y a está sí que llegaba. Pero antes de que toque la pelota se nos vino un malón de gente encima. Tipos grandes, pibes, jugadores del banco, minas. No había tenido tiempo de preguntarme qué carajo estaba pasando y ya estaba tirando la segunda trompada, una batahola, un mar de gente dándose duro y parejo, en montoncitos desperdigados por el potrero que iban y venían con patadas voladoras y revoleadas de cuerpos. Me mandé al medio donde estaban los chicos, veía las camisetas naranjas y azules moverse como torbellinos entre los colores borrosos de otras camperas y buzos menos definidos. Me le iba a ir encima al hijo de Don José cuando lo vi al Indiecito, metiendo codos y tratando de gambetear trompadas. Y mirá lo que serán las mañas del arquero que lo sentí al Amadeo trayendo el bulto desde el bolsito que había dejado en el banco, le adiviné, venía caminando rápido y de puntitas, con mala intención. Iba al Indiecito, derecho viejo, y el Indio que es más bueno no se daba cuenta de nada. Pero yo sí lo vi, y cuando leo la jugada qué voy a hacer, antes de que suene el estallido, todo el peso del cuerpo para hacerme largo, los brazos extendidos, el pecho abierto y me tiré.
La atajé, querido, era una final y la atajé.
 Publicado en De Cocco #1

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