Este cuento... Resabio de una tarde sin adjetivos. Ojalá les guste.
Las calles se llenaban de paraguas y botas y yo disfrutaba de un clima poético tan sólido, tan digno de la melancolía de cualquier poeta de mala muerte, que no podía evitar pensar todo en clave de lluvia. Era una tormenta sorpresiva, creía haber escuchado en el noticiero que no llovería hasta el jueves. Nosotros estábamos abrazados, friolentos (sobre todo yo, debo reconocerlo), sentados en un escaloncito de la vereda. Aún conservaba el aroma del cardamomo sobrevolando mis dedos de uñas comidas, era la segunda vez que bebía de su boca y reconocí sus labios más húmedos que la vez primera. Recordaba con nitidez los besos chillones del viernes anterior, besos de labios secos, quizás partidos por el frío. Pero húmedos o secos, lo único que me importaba eran los labios de donde venían.
Ella se quejaba del dolor de panza. "Me voy a morir" gemía con violencia. Yo me compadecía del dolor y procuraba curarlo a caricias mientras seguía digiriendo el cine, los libros, el banco en aquel pasaje tan despoblado en pleno microcentro porteño. Estábamos escondidos entre los paseantes, los albañiles de enfrente y los chicos que jugaban a la pelota en esa peatonal fantasma, a tan sólo setenta metros de Corrientes, pero tan lejos, pero tan cerca. Habíamos estado hablando un largo rato y yo ni una caricia, ni un susurro al oído, no por vergüenza si no como si me sintiera culpable por algo que hubiera hecho. Mientras hablábamos de la familia, de Cortázar, de Mastroniani, de los teatros en los que ella ensayaba, de las muestras de la semana próxima, de amigos en común, no pude liberarme de esa extraña sensación.
Ella se quería llevar a su casa a la mas chiquita de los que jugaban al fútbol. A mí me había encantado la subversión con que uno de los nenes había cortado la cinta de "no pasar", arrastrándola en su correría tras el balón. Pero de ahí a llevármelo había una diferencia. La misma diferencia, conjeturo, que inhibía mis potenciales caricias sobre ese banco pequeño, al costado del improvisado potrero y a la sombra de los chaperones edificios porteños. Porque ella lo decía en serio, yo sabía que lo decía en serio. Que si contase con los medios económicos y legales como para hacerse cargo de esa nenita, se la llevaría y la criaría con un amor de madre pocas veces visto en una adolescente de dieciocho años. En cambio a mí me conformaba el placer de ver la cinta de contención romperse; y el niño como añadidura, como complemento agente únicamente. Y en ese momento yo la sentía demasiado ajena a mí, como si perteneciéramos a realidades distintas, aunque superpuestas; como si yo fuera solamente una calcomanía adherida a su verdad. Entonces no podía besarla porque me perturbaba esa distancia de pegamento que nos separaba y nos unía, por más que estuviéramos sentados en el mismo banco, en la misma peatonal fantasma.
Yo recuerdo pocos detalles de la película, lo que prevalece es la sensación de desnudez que me dio el Maestro al revelar humildemente todos los recovecos de su persona. Me sentía espiando el mecanismo secreto de una máquina fascinante y enigmática, a la vez que escuchaba como alguien instruía a un tercero sobre su complejo funcionamiento, sin entender yo demasiado. Casi como si frente a un aparato absurdamente complejo me dijeran: "así opera un actor, aquellas son las bobinas que regulan sus movimientos, ésos los pedales que accionan su locomoción, éste el combustible con el que se pone en marcha". Yo pensaba en ellos como envases retornables de incontables demonios de ficción, divagaba en la sublime unidad simbólico-biológica capaz de prestar el aliento a millones de seres de piedra, y entonces sólo podía atender a la maravilla de tener a uno de ellos a mi lado. Y perdía el ritmo del cinematógrafo y pensaba que mientras yo sólo podía tallar granito durante noches asesinas, la diosa que tenía al lado era capaz de insuflar vida a los pesados golems de materia verbal que yo creara.Creo que cuando las luces se encendieron mi delirio ya se había apagado y entonces sugerí la idea de tomar un café. "El gato negro" se llamaba el lugar, como aquel que atormentaba a Poe. En ese momento pensé que seguramente escribir el cuento fue la mejor solución que encontró el trovador para matar de una vez y para siempre alguna macabra pesadilla felina que debería estar atormentándolo. Y esta idea acudía a mi mente y ponía en juego a la muerte en esta desordenada partida mental. Mis sinapsis, como siempre, me condujeron a lo inevitable: actuar es dar vida, escribir es matar. Quizás esa fuera la diferencia de esa tarde.
El café lo pedí con cardamomo porque los dos sospechamos que eso era lo que olía tan bien en el ambiente. Yo hablaba y me sentía un poco mareado. Escuchaba a duras penas lo que ella decía, hasta que me preguntó si me sentía bien y yo le dije que estaba bárbaro, que me disculpara que pasaba al baño. Subí la escalera pegado a la veranda, abrí la puerta despacio y una vez en el baño, me senté en el inodoro y atajé mi cabeza entre mis manos: la sentía hervir. No sé cuanto tiempo estuve ahí dentro, sólo sé que focalicé mi atención en un rincón que por mugriento disimulaba los pedacitos de veneno para rata que el encargado de limpieza había dejado. "Paradójico, siendo el Gato Negro", pensé. Me lavé la cara y me recuerdo abajo. Ella no estaba, seguro me había imitado y había ido al baño en mi ausencia. Jugaba nerviosamente con la cuchara de su taza de té. Al rato apareció, al verla me sentí más tranquilo, de repente había olvidado mis dilemas sin sentido y el razonamiento de antes me parecía una locura inocente, propia de mi mente obsesiva.
Ella terminó su taza de té, pagué, dejó la propina y nos marchamos. En el colectivo tomé su mano y la llevé encerrada entre las mías como si fuera el más valioso de los tesoros. De hecho, lo era. Había dejado de reparar en esa diferencia inventada durante nuestra conversación en la peatonal oculta del microcentro. Cuando llegamos a Lanús, nos sentamos en un escaloncito de la vereda a esperar mi colectivo y probé su boca por segunda vez. Su beso era inexplicablemente más húmedo, quizás también un dejo amargo del café lo acompañaba.
"Me voy a morir" dijo ella. "Me duele la panza", explicó. Yo procuraba calmar su dolor con caricias mientras digería la noche. Besaba su boca amarga, olía mis manos de cardamomo y volvía a perderme en su don de animadora y mi estigma de asesino. Mi condena, la necesidad de crear y la sola posibilidad de matar. Matar lo que es, al tallar en piedra lo que no es. Su cuerpo dadivoso, picante como el cardamomo, en contraste con mi lenguaje tóxico, amargo como veneno de rata. Ella dándome algo de vida como a uno de sus papeles, vertiendo cardamomo en mi taza, esperando que me alegre. Yo matándola como a un personaje de mis páginas, escondiendo el veneno en su té, ansioso por que carcoma sus entrañas.
Sentí un beso en la mejilla. Salí de mi ensueño y noté que, al contrario de lo que imaginaba, no llovía, no hasta el jueves. La besé en sus labios de frutilla, me apreté bien contra su hombro y le susurré:
-Afortunadamente sólo te puedo matar con letras. No puedo resistir esa pasión embalsamante de vaciarte de sangre, huesos, linfa, para rellenarte con metáforas, hipérboles, antístasis. Sin contar los oximorones en los que te voy a ubicar, esos son mis preferidos. La ficción, yo ya te dije, es mi droga. Levantó la cabeza y me dijo:
-Me parece que se va a largar a llover.
16-12-05 y corregido el 07-02-06
Las calles se llenaban de paraguas y botas y yo disfrutaba de un clima poético tan sólido, tan digno de la melancolía de cualquier poeta de mala muerte, que no podía evitar pensar todo en clave de lluvia. Era una tormenta sorpresiva, creía haber escuchado en el noticiero que no llovería hasta el jueves. Nosotros estábamos abrazados, friolentos (sobre todo yo, debo reconocerlo), sentados en un escaloncito de la vereda. Aún conservaba el aroma del cardamomo sobrevolando mis dedos de uñas comidas, era la segunda vez que bebía de su boca y reconocí sus labios más húmedos que la vez primera. Recordaba con nitidez los besos chillones del viernes anterior, besos de labios secos, quizás partidos por el frío. Pero húmedos o secos, lo único que me importaba eran los labios de donde venían.
Ella se quejaba del dolor de panza. "Me voy a morir" gemía con violencia. Yo me compadecía del dolor y procuraba curarlo a caricias mientras seguía digiriendo el cine, los libros, el banco en aquel pasaje tan despoblado en pleno microcentro porteño. Estábamos escondidos entre los paseantes, los albañiles de enfrente y los chicos que jugaban a la pelota en esa peatonal fantasma, a tan sólo setenta metros de Corrientes, pero tan lejos, pero tan cerca. Habíamos estado hablando un largo rato y yo ni una caricia, ni un susurro al oído, no por vergüenza si no como si me sintiera culpable por algo que hubiera hecho. Mientras hablábamos de la familia, de Cortázar, de Mastroniani, de los teatros en los que ella ensayaba, de las muestras de la semana próxima, de amigos en común, no pude liberarme de esa extraña sensación.
Ella se quería llevar a su casa a la mas chiquita de los que jugaban al fútbol. A mí me había encantado la subversión con que uno de los nenes había cortado la cinta de "no pasar", arrastrándola en su correría tras el balón. Pero de ahí a llevármelo había una diferencia. La misma diferencia, conjeturo, que inhibía mis potenciales caricias sobre ese banco pequeño, al costado del improvisado potrero y a la sombra de los chaperones edificios porteños. Porque ella lo decía en serio, yo sabía que lo decía en serio. Que si contase con los medios económicos y legales como para hacerse cargo de esa nenita, se la llevaría y la criaría con un amor de madre pocas veces visto en una adolescente de dieciocho años. En cambio a mí me conformaba el placer de ver la cinta de contención romperse; y el niño como añadidura, como complemento agente únicamente. Y en ese momento yo la sentía demasiado ajena a mí, como si perteneciéramos a realidades distintas, aunque superpuestas; como si yo fuera solamente una calcomanía adherida a su verdad. Entonces no podía besarla porque me perturbaba esa distancia de pegamento que nos separaba y nos unía, por más que estuviéramos sentados en el mismo banco, en la misma peatonal fantasma.
Yo recuerdo pocos detalles de la película, lo que prevalece es la sensación de desnudez que me dio el Maestro al revelar humildemente todos los recovecos de su persona. Me sentía espiando el mecanismo secreto de una máquina fascinante y enigmática, a la vez que escuchaba como alguien instruía a un tercero sobre su complejo funcionamiento, sin entender yo demasiado. Casi como si frente a un aparato absurdamente complejo me dijeran: "así opera un actor, aquellas son las bobinas que regulan sus movimientos, ésos los pedales que accionan su locomoción, éste el combustible con el que se pone en marcha". Yo pensaba en ellos como envases retornables de incontables demonios de ficción, divagaba en la sublime unidad simbólico-biológica capaz de prestar el aliento a millones de seres de piedra, y entonces sólo podía atender a la maravilla de tener a uno de ellos a mi lado. Y perdía el ritmo del cinematógrafo y pensaba que mientras yo sólo podía tallar granito durante noches asesinas, la diosa que tenía al lado era capaz de insuflar vida a los pesados golems de materia verbal que yo creara.Creo que cuando las luces se encendieron mi delirio ya se había apagado y entonces sugerí la idea de tomar un café. "El gato negro" se llamaba el lugar, como aquel que atormentaba a Poe. En ese momento pensé que seguramente escribir el cuento fue la mejor solución que encontró el trovador para matar de una vez y para siempre alguna macabra pesadilla felina que debería estar atormentándolo. Y esta idea acudía a mi mente y ponía en juego a la muerte en esta desordenada partida mental. Mis sinapsis, como siempre, me condujeron a lo inevitable: actuar es dar vida, escribir es matar. Quizás esa fuera la diferencia de esa tarde.
El café lo pedí con cardamomo porque los dos sospechamos que eso era lo que olía tan bien en el ambiente. Yo hablaba y me sentía un poco mareado. Escuchaba a duras penas lo que ella decía, hasta que me preguntó si me sentía bien y yo le dije que estaba bárbaro, que me disculpara que pasaba al baño. Subí la escalera pegado a la veranda, abrí la puerta despacio y una vez en el baño, me senté en el inodoro y atajé mi cabeza entre mis manos: la sentía hervir. No sé cuanto tiempo estuve ahí dentro, sólo sé que focalicé mi atención en un rincón que por mugriento disimulaba los pedacitos de veneno para rata que el encargado de limpieza había dejado. "Paradójico, siendo el Gato Negro", pensé. Me lavé la cara y me recuerdo abajo. Ella no estaba, seguro me había imitado y había ido al baño en mi ausencia. Jugaba nerviosamente con la cuchara de su taza de té. Al rato apareció, al verla me sentí más tranquilo, de repente había olvidado mis dilemas sin sentido y el razonamiento de antes me parecía una locura inocente, propia de mi mente obsesiva.
Ella terminó su taza de té, pagué, dejó la propina y nos marchamos. En el colectivo tomé su mano y la llevé encerrada entre las mías como si fuera el más valioso de los tesoros. De hecho, lo era. Había dejado de reparar en esa diferencia inventada durante nuestra conversación en la peatonal oculta del microcentro. Cuando llegamos a Lanús, nos sentamos en un escaloncito de la vereda a esperar mi colectivo y probé su boca por segunda vez. Su beso era inexplicablemente más húmedo, quizás también un dejo amargo del café lo acompañaba.
"Me voy a morir" dijo ella. "Me duele la panza", explicó. Yo procuraba calmar su dolor con caricias mientras digería la noche. Besaba su boca amarga, olía mis manos de cardamomo y volvía a perderme en su don de animadora y mi estigma de asesino. Mi condena, la necesidad de crear y la sola posibilidad de matar. Matar lo que es, al tallar en piedra lo que no es. Su cuerpo dadivoso, picante como el cardamomo, en contraste con mi lenguaje tóxico, amargo como veneno de rata. Ella dándome algo de vida como a uno de sus papeles, vertiendo cardamomo en mi taza, esperando que me alegre. Yo matándola como a un personaje de mis páginas, escondiendo el veneno en su té, ansioso por que carcoma sus entrañas.
Sentí un beso en la mejilla. Salí de mi ensueño y noté que, al contrario de lo que imaginaba, no llovía, no hasta el jueves. La besé en sus labios de frutilla, me apreté bien contra su hombro y le susurré:
-Afortunadamente sólo te puedo matar con letras. No puedo resistir esa pasión embalsamante de vaciarte de sangre, huesos, linfa, para rellenarte con metáforas, hipérboles, antístasis. Sin contar los oximorones en los que te voy a ubicar, esos son mis preferidos. La ficción, yo ya te dije, es mi droga. Levantó la cabeza y me dijo:
-Me parece que se va a largar a llover.
16-12-05 y corregido el 07-02-06
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