sábado, mayo 06, 2006

Un paseo (estación primera)


Ya empezaban a parpadear las luces de neon de aquel antro tenebroso cuando precipitadamente, e imitando una rara danza sin equilibro, salio él. Recuperóse lentamente de su trastabillo y haciendo lo posible por caminar en linea recta pasó la cadena de la entrada. Detrás y bajo la puerta se erigía ella, que dando pequeños pasos como pétalos cayendo al suelo, se alejaba también de la entrada del recinto. Él se acercó lentamente al guardián del establecimiento y realizó una parsimoniosa reverencia. El musculoso hombre enfundado en su campera de cuero, respondió el saludo con un leve movimiento de la cabeza. Despreocupada ella alzaba su frente hacia el cielo y avanzaba con tranquilidad hacia él. Al ver que su compañera no se despedía del vigilante se dio vuelta irritado y dijo:
-¿Qué pasa, bella dama, que no saludais al eminente protector del quincuagesimo templo erigido en honor a Dionisio en la vasta Temperley, la de las sólidas praderas?
La otra, sin quitar la vista de los astros ni de detener su marcha solemne, pronunció en voz muy baja:
-Estaba viendo las estrellas.
El otro elevó su mirada al firmamento y exclamó:
-Niña, las estrellas estarán siempre allí para que las contemples.
Ella dejó tres segundos para el silencio y contestó:
-Sí, pero yo quiero mirarlas ahora.

Desoyendo su argumento, él se limitó a fijar la vista en las baldosas rotas de Meeks y seguir caminando. Sus ojos románticos trataban de llenarse con la esencia nostálgica de aquella vereda temperleiana; cada granito de polvo, cada dibujo, cada grieta contaba incansables historias sobre la vida del lugar. Veia las arrugas del barrio que perdían a su mente en los laberintos de la historia, del amor, de la pasión. A cada paso examinaba y evocaba con una melancolía extraña. Ella seguía viendo el espacio plus ultra terrestre, perdiéndose entre las luces de Aldebarán y las lunas de Saturno. Súbitamente él levanto la vista y dilucidó en la penumbra de un callejon a un viejo tilo de unos dos metros y medio de alto. Emocionado hasta las lágrimas comenzó a recitar:
-Magnífico caducifolio, hijo de la casta de los procuradores del té, digno ejemplar de un linaje que puede jactarse de sólo haber conocido la muerte de pie, alabo tu pecho duro de tronco, marcado por los años que viste pasar desde tu oscuro callejón. ¿Cómo puede ser que estés así, asediado por el cemento? Rodeado por un enemigo frío y granuloso, que con su osamenta de alquitrán trata de impedir tu espléndido crecimiento natural. ¡Ay, capricho arbóreo el que motiva la lucha entre tus raices secas y el cordón de este suburbio! Todo por la culpa de algún cerebro municipal, que mandó a asfaltar las autovías burguesas, para que sus autos del año no se llenen de polvo. De sólo ver tu tronco inclinado, abatido, muerto de pena, no puedo detener las lágrimas. Injusto progreso que vino a morderte las raices, podarte la cabeza, secar tu sangre; vil desarrollo que se deleita con cada hoja que cae en los otoños fríos y que renuevas cada primavera, solo para demostrarle lo equivocado que está. ¡Ay, tilo! Si sólo pudiera ayudarte...

Mientras él pronunciaba estas palabras, ella observaba desde la esquina con curiosidad, atención y un mutismo irreprochable, los gestos profundos que se marcaban en el semblante de su compañero. Se mantuvo quieta mirando cómo apoyaba la cabeza contra el árbol y sollozaba. De repente se sobresaltó, al ver pasar por delante suyo una figura desagradable. Este ente recién aparecido, caminó dibujando pícaras eses sobre la vereda, hacia el callejon en que su acompañante se encontraba. Al llegar frente al tilo sagrado y a la indiferencia de nuestro héroe, bajóse los pantalones y comenzó a descargar inagotable reserva de ciertos desagradables fluidos corpolares que almacenaba en su cuerpo, seguramente a causa de algún anterior desfile de sustancias emparentadas con el lúpulo y la malta. Respondiendo a tal agravio, el joven, aún cubierto su rostro de lagrimas, gritó encolerizado:
-¡Bruto! ¡Agente del progresismo! ¡Profanador de la sabia cultura de la madera! ¡Usted se merece la más dura pena del reino vegetal: el destierro!

Aturdido por las palabras del otro (o quizás, preso del éxtasis báquico en el que se encontraba) el aparecido homo ebrius sólo atinó a contestar tales insultos con un sonoro eructo que salió de sus apestosas fauces como una bala de cañon, y que asqueó por completo a su rival por el tremendo hedor con el cual infecto el aire.
-¡Imberve! Ya vas a ver...
Y a la vez que amenazaba y ponía su brazo en posición de hidra decapitada dos veces, aparecióse la damicela quien lo tomó por el hombro y susurróle al oído:
-Si terminás mal, olvidate de que te lleve hasta tu casa.
Reflexionando sobre tal advertencia recuperó el buen juicio y bajó el brazo. Se acomodó las ropas, carraspeó y dijo:
-De ésta te salvaste, impío.

El mancillador dibujó en su rostro una mueca infantil y echóse a reir. Entendiendo que su adversario decididamente no había comprendido siquiera una de las palabras que le dijera, diose media vuelta y salió indigadísimo del callejón, para volver a andar su camino por Meeks.
06-02-05
(es largo y son siete)

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1 comentario:

Arbusto dijo...

Juan, se que también has frecuentado otros mundos que menciona el relato de Ezequiel. En ocasiones, acompañado por algún demente.

"dando pequeños pasos como pétalos cayendo al suelo". Creo que hasta escuché esos petalos caer y golpear el suelo.